2019/09/13

Gerra karlistak

Primera Guerra Carlista (1833-1839)

Las guerras carlistas convulsionaron a las cuatro provincias en el siglo XIX; supusieron la desaparición de las constituciones forales, de las que apenas quedaron unos retales, y tuvieron como reacción el fortalecimiento de la conciencia nacional. Sobre las mismas se han escrito infinidad de libros, editados en todos los países europeos que siguieron con sumo interés su desarrollo y desenlace. Si bien tuvieron como escenario todo el Estado español, no es menos cierto que el País Vasco, y fundamentalmente Navarra, jugaron un papel muy diferenciado del resto, en popularidad, objetivos, organización, desenlaces y consecuencias. Campión las resumió así:
 Para López Antón, “el carlismo en el País es la expresión de la conciencia nacional vasca en el siglo XIX; no hay otra”.
La primera guerra, llamada de los Siete Años, prendió en las cuatro provincias nada más recibirse la noticia de la muerte de Fernando VII. Un conflicto dinástico entre liberales y carlistas, se convirtió en una guerra -“nacional” la llaman muchos autores- que en el País Vasco aglutinó a la mayor parte del campesinado y clases populares, de forma generalmente voluntaria. “Por encima de hechos aislados anecdóticos -dice el historiador Tuñón de Lara- el rasgo esencial y original que tiene la guerra carlista en Euskalherria es su dimensión popular que viene a ser, ni más ni menos, que el primer signo de formación de una conciencia nacional”. También el virrey de Navarra, Marqués de las Amarillas, reconoció en 1834 ese carácter a la sublevación: “la guerra en Navarra es en el día para aquellos habitantes una guerra nacional, y con corta diferencia lo es igualmente en las tres provincias exentas”. La brutal entrada del Ejército en el País acabó por convencer a los más tibios. “Quieren hacer desaparecer estas provincias”, se leía en las proclamas rebeldes.
Los navarros nombraron a un guipuzcoano, Tomás Zumalacárregui como comandante general, tras exigirle “adhesión a los fueros y leyes de este Reyno”. Las Diputaciones carlistas de Bizkaia y Gipuzkoa acataron también su mandato. El Tío Tomás derrota repetidamente al Ejército español y se convierte en ídolo y esperanza de un país que lo sigue ciegamente. Lo que parecía más “una tribu de indios americanos que un ejército moderno”, en palabras del inglés Bacon, se convirtió en un ejército popular de 40.000 hombres.
El Gobierno tuvo que recurrir a la ayuda de Francia, Inglaterra y Portugal para contenerlo. Desde el primer momento, el Gobierno amenazó a las provincias con la abolición de los fueros: en enero de 1834 el virrey Valdés advertía a los diputados navarros que “si el Reino de Navarra daba lugar a que fuera conquistado, perdería enteramente sus fueros y privilegios… además de perder el Reino sus fueros, sería completamente asolado, hasta el extremo de reducirlo a la más absoluta nulidad”, palabras de las que Diputación levantó acta. Conforme avanzó la guerra, esta se fue centrando en las cuatro provincias y por todas las partes se fue pergeñando una salida, no tanto en torno a la cuestión dinástica cuanto a la motivación más sentida en el país: la conservación de los fueros. No faltan testigos de la guerra (ver Mackencie, Chaho, Wilkinson, Laurens, Somerville, Leguía, Lassala, Mitchell, Lataillade, Aviraneta, Viardot), que hablan claramente de la independencia como objetivo de la primera guerra carlista.
La muerte de Zumalacárregui descabezó al carlismo vasco. El final de la guerra se escenificó en el Abrazo de Vergara, donde los generales Maroto y Espartero firmaron la paz a cambio de “la confirmación de los fueros de la Provincias Vascongadas y Navarra, sin prejuicio de la unidad constitucional de la monarquía”, coletilla final que fue germen de la continuación del conflicto hasta nuestros días. El Convenio de Vergara no fue aceptado por los 13 batallones navarros y los 6 alaveses; ni por cinco de los 8 guipuzcoanos. Sólo los 8 vizcaínos lo aceptaron en su totalidad. El 25 de octubre de 1839 las Cortes confirmaron los fueros de las cuatro provincias vascas “sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía”. Nace así el Estado unitario español. En mayo de 1840, se reúnen las cuatro diputaciones para intentar una política unitaria ante el tema foral, pero mientras las tres provincias vascongadas siguen firmes en el mantenimiento de los fueros, los liberales navarros están por transar y modificarlos. La ley de Modificación de Fueros de Navarra de 1841, vendrá a ser su primer Estatuto de Autonomía. Caro Baroja afirma que “la primera guerra civil dejó a la masa popular carlista la persuasión de que había sido traicionada: que el país había quedado humillado y la fe en entredicho. Estas ideas se cultivaron con perseverancia durante las décadas siguientes, de 1840 a 1870”.



En los años siguientes se dan en las cuatro provincias diversos conatos insurreccionales que no llegan a prender en las mayorías y se reprimen con fusilamientos, deportaciones a Ultramar y estados de guerra. El golpe a los fueros navarros con la ley de 1841 y la implantación de las quintas, hace que la rebelión siga incubándose. Cuando en septiembre de 1846 se produce el levantamiento de Cataluña, se riega por las cuatro provincias una proclama firmada por la Junta Provisional Vasco-Navarra, exigiendo los fueros: “¡Vasconavarros! Al grito de LAURAC BAT álcese como un solo hombre las cuatro provincias!”. En 1848, se levantaron partidas y el brigadier Elío dirigió una proclama a los habitantes de las cuatro provincias, en la que una vez más, se reclaman los fueros. En 1849 se declaró el estado de guerra en las cuatro provincias y los rebeldes fueron embarcados a Ultramar como “miserables delincuentes”.




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