La desesperación de Penélope
No es que no lo haya reconocido a la luz del hogar; no eran
los harapos del mendigo, el disfraz, -no; signos claros:
la cicatriz en la rodilla, la fortaleza, la astucia en el ojo. Asustada,
apoyando su espalda en el muro, buscaba una excusa,
la demora de un poco más de tiempo para no responder,
para no traicionarse. ¿Entonces era por este por quien había perdido veinte años,
veinte años de espera y de sueños, por este miserable
manchado de sangre con la barba canosa? Se derrumbó silenciosa en una silla,
miró despacio a los pretendientes muertos en el suelo, como si fueran
sus mismos deseos los que veía muertos, y le dijo: «Bienvenido»,
oyendo ajena, lejana, su propia voz. En el rincón, su telar
llenaba el techo de sombras en forma de verja, y todos los pájaros que había bordado
con hilos rojos, brillantes en verdes arboledas, de pronto,
aquella noche del regreso se volvieron de color negro y ceniciento,
volando muy bajo sobre el cielo de su última resignación.
los harapos del mendigo, el disfraz, -no; signos claros:
la cicatriz en la rodilla, la fortaleza, la astucia en el ojo. Asustada,
apoyando su espalda en el muro, buscaba una excusa,
la demora de un poco más de tiempo para no responder,
para no traicionarse. ¿Entonces era por este por quien había perdido veinte años,
veinte años de espera y de sueños, por este miserable
manchado de sangre con la barba canosa? Se derrumbó silenciosa en una silla,
miró despacio a los pretendientes muertos en el suelo, como si fueran
sus mismos deseos los que veía muertos, y le dijo: «Bienvenido»,
oyendo ajena, lejana, su propia voz. En el rincón, su telar
llenaba el techo de sombras en forma de verja, y todos los pájaros que había bordado
con hilos rojos, brillantes en verdes arboledas, de pronto,
aquella noche del regreso se volvieron de color negro y ceniciento,
volando muy bajo sobre el cielo de su última resignación.
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