2021/11/05

ANGELA FIGUERA

 


El padre, Jesús Ángel Figuera Figuera, natural de La Habana, era catedrático de la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao y se había casado con Amelia Aymerich en 1901. El matrimonio tuvo nueve hijos, de los que la poeta era la mayor. Familia acomodada, tuvieron una vida apacible. Ángela estudió en el Sacré Coeur, un colegio de monjas francesas. El padre, aficionado a la pintura, a la música y a la ópera, desde muy pronto se hizo acompañar por su hija a esas y otras actividades culturales, hasta que murió, en 1926. En un poema de 1953, lo recuerda “Mi padre era ingeniero y amaba los paisajes. / Quería capturarlos en rectángulos breves / y llevarlos consigo. / Cuando íbamos al campo o al mar, en vacaciones, / meticulosamente, sabiamente pintaba”. Ángela fue una de las primeras mujeres en conseguir el bachillerato en Bilbao. Posteriormente, estudió Filosofía y Letras, primero en Valladolid y luego en Madrid, a donde se trasladó a vivir la familia en 1930. Obtuvo cátedra de Enseñanza Media en 1933 y se casó al año siguiente con su primo, Julio Figuera. En 1932 se casa con Julio Figuera y en 1935 da a luz a un niño que muere al poco tiempo de nacer (maternidad y ternura son constantes temáticas en su obra).



Muerto al nacer


No aurora fue. Ni llanto. Ni un instante
bebió la luz. Sus ojos no tuvieron
color. Ni yo miré su boca tierna…


Ahora, ¿sabéis?, lo siento.
Debisteis dármelo. Yo hubiera debido
tenerle un breve tiempo entre mis brazos,
pues sólo para mí fue cierto, vivo…


¡Cuántas veces me habló, desde la entraña,
bulléndome gozoso entre los flancos!

Al desatarse la guerra, su esposo se alista en las milicias republicanas. Ángela, embarazada de nuevo, conocerá entonces lo que describió como “la muerte en torrentera”, primero en el Madrid asediado por los golpistas, donde nace su hijo Juan Ramón, luego en Valencia. La derrota de la República trae consigo la de sus defensores, privados de sus titulaciones académicas, empleos, bienes. Perseguidos por los vencedores, el conjunto de la familia Figuera decide trasladarse a Madrid, donde pasarán más desapercibidos y, tal vez, podrán encontrar trabajo. Mientras la situación se normaliza, Ángela y su hijo se trasladan a Soria donde, de alguna manera, la escritora reencuentra la paz, el paraíso perdido, y la realización de muchos de sus anhelos juveniles.


Todos estos son datos son esenciales para la comprensión de algunas de las constantes poéticas de Ángela Figuera. Hay que decir también que la poetisa escribía casi desde su infancia, poemas de corte modernista, imitativos según su propia definición, que rara vez han sido publicados y de los que apenas se conservan los recogidos en un cuaderno inédito.
La preocupación por el mundo femenino constituyó una de las marcas temáticas de su obra. Posteriormente, la influencia de Gabriel Celaya llevó a Ángela Figuera a la poesía social.

Ángela fallece en Madrid, en 1984. La noticia tendrá un muy escaso eco. A partir de ese momento su esposo Julio inicia una labor incansable hasta su muerte en 1994, tratando de que la obra de la poetisa no caiga en el olvido. Como resultado en parte de esa labor, en 1986, la editorial Hiperión publica la primera edición de sus Obras completas.

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile al aliento.
No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua,
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles,
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.

No quiero amar en secreto,
llorar en secreto,
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO...

EN LA MUERTE DE MI MADRE

Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco muerta ya contigo, madre,
hay algo de mi vida que se pudre
contigo, con tus huesos delicados,
con tus azules venas, con tu vientre
que cóncavo sufrió dándome forma.
En la ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste tú. Como la vida brota.
Como la carne crece y se divide
en el sagrado centro de la hembra.
Pequeña y débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras de otro en el regazo
con un humilde asombro de mirarte
continuamente llena y frutecida.
Y yo salí de ti con otra fuerza.
Con una ardiente audacia de preguntas
que tú jamás te habías formulado
cuando la vida se te daba en júbilo
o te acosaba en duro sufrimiento.
Que no estaban siquiera en la terrible
angustia suplicante de tus ojos
que sólo me pedían una tregua,
un imposible alivio
a ese dolor, a ese infinito miedo
de bestezuela en cepo sin huida
con que la muerte, madre, te llegaba.
Yo te veía ir. Sin retenerte.
Sin ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora. Todos vamos solos
a nuestra propia destrucción. No pude,
no pude acompañarte, madre mía.
Poner seguridad en tu camino
ni sonreírte desde el otro lado
de la pesada puerta silenciosa
que un día se nos abre bruscamente
siempre hacia afuera, nunca hacia el retorno.
Y tuve que soltar, fría, indefensa,
tu mano que a la mía se acogía
mendiga de un calor y una esperanza
que habían desertado de tu sangre.
Yo sé que confiabas, suponiendo
en mí una vaga omnipotencia, un algo
capaz de sostenerte. Y yo tan sólo
sentía una blandísima ternura,
una tremenda compasión inútil
por tu absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude hacer. Ni tan siquiera
quedarme junto a ti. Te me pusiste
horriblemente lejos. Separada.
Ajena. Casi hostil en tu misterio.
Indescifrable en tu quietud. Ahora
eso de mí que estaba en tus entrañas,
que fue principio mío y persistía en
tu secreta intimidad, se pudre
contigo —mi raíz— o acaso vive
como un tallo profundo, recatado,
en tierra que tú abonas aguardándome.

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