El padre, Jesús Ángel Figuera Figuera, natural de La Habana, era catedrático de la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao y se había casado con Amelia Aymerich en 1901. El matrimonio tuvo nueve hijos, de los que la poeta era la mayor. Familia acomodada, tuvieron una vida apacible. Ángela estudió en el Sacré Coeur, un colegio de monjas francesas. El padre, aficionado a la pintura, a la música y a la ópera, desde muy pronto se hizo acompañar por su hija a esas y otras actividades culturales, hasta que murió, en 1926. En un poema de 1953, lo recuerda “Mi padre era ingeniero y amaba los paisajes. / Quería capturarlos en rectángulos breves / y llevarlos consigo. / Cuando íbamos al campo o al mar, en vacaciones, / meticulosamente, sabiamente pintaba”. Ángela fue una de las primeras mujeres en conseguir el bachillerato en Bilbao. Posteriormente, estudió Filosofía y Letras, primero en Valladolid y luego en Madrid, a donde se trasladó a vivir la familia en 1930. Obtuvo cátedra de Enseñanza Media en 1933 y se casó al año siguiente con su primo, Julio Figuera. En 1932 se casa con Julio Figuera y en 1935 da a luz a un niño que muere al poco tiempo de nacer (maternidad y ternura son constantes temáticas en su obra).
Al desatarse la guerra, su esposo se alista en las milicias republicanas. Ángela, embarazada de nuevo, conocerá entonces lo que describió como “la muerte en torrentera”, primero en el Madrid asediado por los golpistas, donde nace su hijo Juan Ramón, luego en Valencia. La derrota de la República trae consigo la de sus defensores, privados de sus titulaciones académicas, empleos, bienes. Perseguidos por los vencedores, el conjunto de la familia Figuera decide trasladarse a Madrid, donde pasarán más desapercibidos y, tal vez, podrán encontrar trabajo. Mientras la situación se normaliza, Ángela y su hijo se trasladan a Soria donde, de alguna manera, la escritora reencuentra la paz, el paraíso perdido, y la realización de muchos de sus anhelos juveniles.
No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile al aliento.
No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.
No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.
No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.
No quiero
que el labriego trabaje sin agua,
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.
No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.
No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas
que en los trajes se pongan señales.
No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles,
que jamás se fabriquen fusiles.
No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.
No quiero amar en secreto,
llorar en secreto,
cantar en secreto.
No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO...
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