La poeta Ana Luísa Amaral, una de las voces más destacadas del género en Portugal en la actualidad, falleció la noche del viernes a los 66 años tras una enfermedad prolongada, informó este sábado la Universidad de Oporto.
Amaral fue investigadora y profesora de literatura angloamericana de la Facultad de Letras de dicho centro, aunque estaba jubilada, y además de la creación literaria también se dedicó a la traducción. Nacida en Lisboa en 1956, vivió la mayor parte de su vida en el norte de Portugal y publicó más de una veintena de libros de poemas, teatro, novela, literatura infantil y ensayo. Entre sus traducciones destacan Shakespeare y Emily Dickinson, sobre la que realizó su tesis doctoral y de la que era experta. También era una apasionada del feminismo y uno de los principales rostros de estos estudios en Portugal, coautora de 'Diccionario de Crítica Feminista'.
"Su obra literaria garantizará con certeza que el nombre de Ana Luísa Amaral perdurará para siempre, pero quien tuvo el privilegio de conocerla de cerca tendrá el recuerdo de una persona generosa y una activista dedicada a las causas de la igualdad y la solidaridad social", aseguró el rector de la Universidad de Oporto, António de Sousa Pereira.
El exceso más perfecto
Quería un poema de respiración tensa
y sin pudor.
Con la elegancia redonda de las mujeres barrocas
y un refinado arbusto en su reverso.
Un poema que, de solo verlo, Rubens envidiase
desde lo hondo de tres siglos,
con un cuerpo magnífico recostado en un sofá,
y los brazos desnudos, reclinados,
con brazaletes tan (pero tan) bellos,
y un Cupido en la cima,
en su nicho de nubes,
para cuidarlo con ternura.
Quería un poema así.
Más allá de los ideales griegos
de equilibrio.
Un poema hecho de excesos y dorados
pero, aún así, hermoso de una fuerza oscura
y mística.
Ah, como quería un poema diferente,
de la pureza del granito, y la pureza del blanco,
y la transparencia de las cosas transparentes.
Un poema que exultara de angustia,
un gran rododendro color sangre.
Una entera avenida de rododendros donde el viento,
al pasar, se detuviera deslumbrado
y en desvelo. Y se quedara allí, preso en el canto
de sus brazaletes tan (pero tan)
bellos.
Desnudo, de redondas formas, tal poema quería.
Una contrarreforma del silencio.
Música, música, música ocupando su cuerpo
y el cabello con trenzas de flores y serpientes,
y una fuente de asombro polifónico
corriéndole en los dedos.
Tumbado en un sofá de terciopelo,
con su desnudez plena y redonda
haría palidecer grifos y sirenas.
Y los pobres templos, de líneas tan limpias y tan puras,
temblarían de miedo ante el fulgor
de su mirada. De oro.
Música, música, música y explosión de color.
Asomado desde el fondo de tres siglos,
un Murillo callado vería qué sencillos habían sido sus ángeles
comparados con los ángeles desnudos de este poema,
cantando a coro junto a otros
astros rubios
salmos de amor y de un perfecto exceso.
Como los grifos palidece Góngora
ahora que lo observa.
Esta contrarreforma del silencio.
Su mano levantada rumbo al cielo, cargada
de nada –
Matar es fácil
Asesiné (tan fácil) con la uña
un pequeño mosquito
que aterrizó sin permiso y sin licencia
en la hoja de papel
Era tan insustancial,
de alas imperceptibles a la vista,
que dejó, muerto en la hoja, un rastro
igual a casi nada
Pero era un rastro
con un resto de magia, un pretexto
de poema, y con su linfa ardiendo
por un tiempo más breve
que mi vida
no dejaba de ser
un tiempo vivo
Abatido sin lanza ni puñal,
sin sustancia mortal
(digno cianuro o estricnina),
murió, víctima de una uña,
y volvió al polvo:
una efímera harina triturada
Mas ha de contener,
igual que sus parientes,
una cosa concreta,
que de aquí a unos cien años,
será la misma sustancia
la que alimenta la tibia de un poeta,
el rostro que se amó,
el pedazo de papel en el que escribo,
el más pequeño punto imperturbable
en la cola de un cometa
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