Psique, extrañamente, no lograba conseguir siquiera un pretendiente.
Los hombres la veían tan hermosa que la admiraban como a una obra de
arte, como a una mujer inalcanzable. Irónicamente su belleza los
ahuyentaba. Preocupado por la situación su padre fue a consultar al
Oráculo y Apolo, aunque griego, le dio la respuesta en lengua latina:
“...En una alta roca del monte deja a la doncella, pomposamente
preparada para un tálamo de muerte; y no esperes descendencia salida de
est
irpe mortal, sino de un cruel, fiero y
viperino monstruo; y éste, volando con sus plumas por el éter, todo lo
inquieta y con fuego y hierro cada cosa abate, al que teme el mismo
Júpiter, con el que se espantan las divinidades; del que se horrorizan
las aguas de la tenebrosa Estigia...”.
El rey no tuvo otra alternativa que cumplir con la voluntad de los
dioses y entre llantos y lamentos llevó a Psique al monte. Pero cuando
la joven esperaba la aparición del monstruo que el destino le tenía
reservado como esposo, un dulce Céfiro (viento del Oeste y uno de los
más fieles mensajeros de los dioses) la transportó hasta un valle donde
quedó dormida. Al despertar se encontró ante un palacio encantado en el
que se fue adentrando, guiada por voces incorpóreas, para no descubrir
sino belleza y opulencia. Sirvientes invisibles acompañaron a Psique y
se encargaron de cumplir con todos sus caprichos.
Al llegar la
noche, Psique notó cerca de ella la presencia del marido que le había
anunciado el oráculo. Psique no podía verlo, pero no parecía tan
monstruoso como temía, no percibía deformidades en él, sino todo lo
contrario: formas perfectamente proporcionadas y se entregó a él. Con
las primeras luces del día, su esposo desapareció... Gozaron así de
varias noches y antes de que la luz del día lo sorprendiera el supuesto
monstruo se alejaba. Psique esperaba ansiosa la oscuridad aunque tenía
la comprensible curiosidad de conocer estéticamente a su esposo.
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