Hace ya muchos años que me venía preguntando, desde mi observatorio de médico de familia primero y médico de cuidados paliativos después, hasta qué punto las personas se responsabilizaban de su propia salud o delegaban esa responsabilidad en los profesionales o en el sistema. A medida que iba pasando el tiempo, y yo también profundizaba en lo que significaba la relación de ayuda con el enfermo, y más aún si se enfrentaba al final de su vida, llegaba a conclusiones muy claras: la mayor parte de las personas esperaban de ese sistema, en modo petición o incluso en modo exigencia, que les solucionara sus problemas de salud, como quien va al taller a que el mecánico le arregle las averías de su vehículo. Problemas que en un elevado porcentaje traducen problemas con la propia vida. Y, ¿hasta dónde llega la responsabilidad del médico en la vida de las personas y en lo que hacen con ella, y en el sentido que le encuentran?
La responsabilidad sobre la propia salud
Una medicina excesivamente paternalista, que cumplió su función en épocas pasadas pero que ya está algo (o bastante) trasnochada, un sistema que se empeña en dictar normas y más normas y en pretender dirigir y controlar la salud de sus usuarios (desde una visión exclusivamente biológica y enfocada a la supervivencia), y una sociedad infantilizada que rehúye cualquier cosa que le recuerde la posibilidad de enfermar y mucho menos de morir, y que se ha acabado creyendo que tenía derecho a una salud perfecta que en ningún momento le estropeara sus planes, en cualquier edad y circunstancia, han expropiado a los individuos del control de su salud y los han exonerado de esa responsabilidad.
Del mismo modo, la otra cara de la moneda es que sobre los médicos recae entonces esa misma responsabilidad eludida por otros, lo que atiborra las consultas y salas de urgencias de todo tipo de peticiones menores que dificultan la detección e identificación de las verdaderamente importantes.
Pero cuando se abre la mirada y se asume que la salud, como es una obviedad aplastante, no es solo un asunto de la biología, sino que va mucho más allá, y que en esas otras dimensiones es la persona la que ha de tomar sus decisiones, es cuando la responsabilidad queda mucho más repartida.
Afinar el piano...
Leí un día una acertadísima analogía que hacía Viktor Frankl en la que comparaba al profesional con un afinador de pianos. Un piano desafinado no puede sonar bien, por mucho que lo intente el pianista. Pero afinar el piano, poner el instrumento a punto, no garantiza tampoco que vaya a ser bien tocado, eso va a depender del talento y la actitud del pianista. Será él quien haga sonar el piano de forma armoniosa, melódica, emotiva, o quien lo haga de forma torpe y disonante. El afinador podrá como mucho desbloquear los impedimentos para que el talento pueda expresarse en condiciones, pero no será responsable de la música que finalmente suene.
Los profesionales sanitarios tenemos la obligación de poner a punto los pianos en la medida de nuestras posibilidades, pero no somos responsables de cómo son tocados, ni de cómo son interpretadas las piezas que a cada uno le son asignadas. No se nos puede pedir eso, ni debe esperarse eso de nosotros. La responsabilidad de la propia vida, y de todo aquello que va más allá de la biología, los parámetros analíticos y las exploraciones supuestamente objetivas, la tiene el individuo, que tiene el poder y la capacidad de buscar su sanación para sentirse mejor. Pero eso exige trabajo y esfuerzo, y toma de conciencia. El pianista ha de aprender, formarse, estudiar, y practicar, y ha de saber que si no lo hace difícilmente nunca arrancará notas bellas a su instrumento. Puede y debe aspirar a tocar cada vez mejor, eso es madurar y crecer como persona. Y mientras tanto, el afinador tratará de mantenerlo en condiciones para que pueda seguir tocando a su manera. Y si un día el piano acusa el paso de los años y ya no resiste los embates de las manos del músico, el pianista tendrá que aprender a tocarlo con mayor suavidad y cuidado, aceptando que quien afina no tiene el don de volver el tiempo en dirección contraria.
Y cuando suene la música y penetre en el alma de las personas que la escuchan, tal vez el pianista se gire agradecido a mirar al afinador, pero este sabrá que no es él quien toca ni quien hace vibrar de emoción a los oyentes, sino que son los dedos del músico, y su corazón, los que han logrado ese milagro. La tarea, y el mérito, correspondían al pianista. El afinador solo afinaba el piano.